miércoles, 11 de julio de 2012


AbriendoIdeas Relatos



CAPTURA 


Por Gustavo E. Rosatto


La fuerza de la luz abrió sus ojos. Se levantó asustado mirando alrededor, pero ella estaba ahí, arropada por los sueños. Respiró tranquilo al ver que era el mundo real lo que lo rodeaba y no aquel siniestro lugar al que lo arrastraba la noche. Ese mundo que aparecía mientras el descansaba, donde estaba sólo y atrapado, lejos de la tierra y el ser que amaba. No entendía por qué los dioses jugaban con su cabeza, pero dormir era un castigo disipado sólo por la compañía de su querida Membué. 

Se levantó. Su cuerpo deambulaba aún entre el sueño y el deber. Tomó la tinaja de barro y bebió del elixir de vida que había juntado del río el día anterior. Besó la tierra encomendándose y salió de la choza. 

El exterior lo recibió con la caricia del viento. Los cazadores lo esperaban en silencio. Tagoe se acercó y se arrodilló frente al brujo. Este comenzó a cantar a las deidades invocando su protección, le acercó la lanza y pintó marcas blancas en su cara que se destacaban sobre el color de su piel. Todos juntos gritaron al cielo, ya se había completado el ritual, era hora de partir. 

Avanzaban y el verde iba cubriendo todo, enredándolos entre las hojas y las ramas que obstruían su visión y dificultaban su andar. El crujir de las plantas en sus pies descalzos era la melodía que los acompañaba, combinándose con el ruido de los seres del cielo que percibieron su llegada y gritaban mientras movían las alas escapando. Los hombres se desplazaban como el sol espantando a la sombra, penetrando en el lugar como lo haría la lanza en la carne del animal. De pronto una nube cubrió la zona, un aviso divino, anunciando la llegada del guardián. La bestia surgió de la espesura, se paró cuan ancho era y se presentó dando un profundo rugido. Sus dientes relucieron contra su negro pelaje, al ritmo que su cola bailaba con el viento. Con una mirada hizo retroceder a los jóvenes que, venerando la figura posada frente a ellos, se replegaban advirtiendo que los dioses no aprobaban la cacería. Reverenciando al guardián se disponían a volver a la aldea cuando un ruido rompió la paz pactada. 

Tagoe fue el primero en arrimarse y vio a la bestia tirada en el piso cubriendo el suelo con la sangre que brotaba de una herida en su costado. El negro y el rojo se combinaban sentenciando un futuro oscuro, mientras unas figuras extrañas al lugar se acercaban. Surgieron de la penumbra de los árboles hombres cubiertos de pies a cabeza por ropas y metales. Portaban unos instrumentos largos que apuntaron al firmamento y generaron una ola de sonidos estruendosos cómo el anterior. Mientras la vida del animal se extinguía estos seres se acercaron avasallando la voluntad de las divinidades. Tagoe miraba al animal a sus pies hasta que súbitamente le colocaron algo sobre la cabeza que le quitó la visión, para luego sentir un golpe que lo hizo desvanecer. 

Otra vez la misma ilusión abarcaba la realidad de Tagoe, estaba atado, preso e inmóvil, alejado de lo conocido, en completa oscuridad. Sus ojos se abrieron, pero nada cambió, este era ahora el mundo, su mundo. Sin embargo, no era igual a las visiones que lo acosaban, sus sentidos percibían un leve movimiento, similar al que vivían al salir a recorrer el río con la balsa. Además, sentía la presencia de otros que lo rodeaban, que sufrían y se lamentaban cómo el. El ruido del viento sonaba afuera acompañado de un constante bramar, cómo el agua chocando con las piedras. Intentó ponerse en pie, pero unas voces incomprensibles precedieron el golpe que lo devolvió al piso, al que sintió áspero cómo la madera. Así pasó el tiempo, sufriendo cada momento entre los golpes, el miedo y el hambre. Pensando sus errores y buscando la causa por la cual el destino se ensañó con él. Intentando comprender la razón por la que los dioses lo castigaron y no a aquellos que arrasaron con lo bueno y lo puro. 

El vaivén se detuvo. Varios hombres invasores lo rodearon, entre azotes y gritos fue arrastrado por lo que pareció más de una eternidad. La luz se comenzó a filtrar por sus ojos vencidos, como una ilusión que pensó no volvería a vivir. Aunque la luz que todo lo cura no hizo más que revelarle lo que frente a él se plasmaba, haciendo crecer la duda o más bien la certeza de que no era su tierra. No veía naturaleza, la tierra se escondía entre piedras y monumentos de colores. Un lugar donde la vida parecía ausente. A excepción de esas extrañas figuras apenas distinguible como hombres. Lo pálido de pálido de su piel se oponía a los tonos de sus ropas y en sus actitudes parecían ser dueños de todo. Lo tiraron en una jaula junto con otros miembros de su tribu. La puerta se cerró y un gran grupo de gente los rodeó entre gritos, agitando en el aire sus brazos. Metían las manos entre los barrotes, los tocaban y reían, asustando a los hombres que se retorcían buscando escapar. El ataque duró un momento mientras los secuestradores y los locales intercambiaban objetos brillantes del color del sol. De repente el portón se abrió y unos hombres se abalanzaron sobre Tagoe, lo maniataron y lo arrastraron alejándolo de su gente. Mientras lo apartaban vio cómo esto se repetía con otros, yendo todos en distintas direcciones. La tierra raspaba su cuerpo y nublaba sus ojos, ya no tenía a qué aferrarse. 

El camino fue extenso como su pesar, aunque ya se había abandonado a olvidar su voluntad. Alguien se acercó a él, lo tomó por la barbilla y le habló, pero sus palabras eran sonidos que le eran ajenos. Con un rostro duro y furioso el hombre lo levantó y le señaló una cabaña. Tagoe lo miró confundido, pero la certeza de que esa iba a ser su casa llegó acompañada de los latigazos que lo obligaron a entrar. 

El tiempo se perdió entre lunas y soles de desesperanza. Su corazón ausente lloraba y su mente aprendía entre castigos a hacer distintas tareas que estos seres le enseñaban. Lo hicieron manejar grandes objetos arrastrados por inmensas bestias presas como él. Tuvo que llevar cargas, alimentar a los animales, y servir a estos hombres como si ellos fueran incapaces de vivir sin su ayuda. Todo para recibir a cambio la comida que ellos tiraban y apenas unos tragos de agua de las grandes vasijas que él llenaba cada día. 

La noche dejó de ser un pesar para ser su compañía. El momento en que todos se olvidaban de su presencia y el podía curar al resplandor de las estrellas sus heridas de vida. Sólo lograba ser y sentir cuando sus ojos se apagaban y los dioses apiadándose le dejaban ver a Membué, descansando en sus brazos y viviendo en su sonrisa. Quizás una ilusión, sólo un juego en su cabeza, pero con el deseo de que como lo fue una vez fuera una premonición de su destino.


Gustavo Eduardo Rosatto. Copyright 2012


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